miércoles, 12 de diciembre de 2018

Serendipia. La Cura para la dislexia. Capítulo IV El Peso del Pasado.



   Aquel mi profesor de lengua, no fue el único que no supo comprender y atender una mente creativa como la mía. En la escuela, cada cual a su manera, percibió una realidad distorsionada de mí.  Yo me sentía capaz, inteligente y nunca entendí el porqué de aquel hastío hacia mi persona, porqué nadie conseguía apreciar mis talentos, mis posibilidades, porqué nadie veía lo especial que yo era y todas aquellas cosas hermosas que poseía y deseaba compartir.  


Lo que sí que, intuitivamente comprendí, es que debía ocultarme.  Y escondida, tras las sombras de los demás, desaparecí en un profundo silencio.

Apartada del resto crecí, con miedo, sintiéndome culpable, no valida, sufriendo porque los demás  parecían ser mucho mejores que yo.  Vivía, con la sensación perturbadora, de que todos a mi alrededor estaban enfadados conmigo, pues  lo que yo hacía o decía, por mucho que me esforzara, estaba mal  o nunca era lo suficiente.


Ahora comprendo, aquella congoja y dolor tan intenso que sentía en mi estomago y en mi pecho cada mañana, cuando mis padres, llenos de amor dejaban a su tesoro, en el mejor lugar en el que ellos creían que me podían dejar “La escuela”.  Cada día, la misma historia se repetía una y otra vez pues allí,  mis virtudes, se convirtieron en el antónimo de las fortalezas de los demás y mis dones, en motivo de desaprobación.


"No eres digna de ser amada, eres una niña mala, merecedora de suspensos, escarmientos públicos y continuas críticas. Ese fue el mensaje que recibí, tanto por parte del sistema educativo como por la sociedad que lo sustentaba"


“Me situaba frente al espejo, me miraba a los ojos, acariciaba el reflejo de mi rostro lleno de lágrimas y repetía una y otra vez. – Sé que estás ahí, aunque los demás no te pueden ver, yo sé que estás ahí. -"

Tras aquellas dolorosas y perturbadoras experiencias, mi esencia quedó confundida y mi autoestima herida de gravedad.  Con ello, mermó la calidad de mi desarrollo personal, académico y profesional, así como minadas mis emociones y viciadas mis futuras interrelaciones con los demás.


Hace pocas semanas, mantuve una conversación sobre mi infancia con  mi hermana, ella es 10 años mayor que yo. Le reconocía lo rebelde, respondona, caprichosa y trasto que yo fui.  Ella, mi hermana, al escuchar esto que le decía me contrarió y me dijo, con la dulzura y paz que hay siempre en sus palabras – Eso que dices sobre ti no es verdad, estás totalmente equivocada, tú siempre fuiste una niña muy buena- 



Tanto me repitieron que era mala y que estaba rota  que me lo creí.  Mi consciente lo escuchó una y otra vez, mi subconsciente lo interiorizó como verdadero  y en el inconsciente quedó grabado para siempre. Ahora tengo 45 años,  cada día trabajo internamente para sentirme digna de amor y aprobación, pero sobre todo, para encontrar de nuevo a aquella chiquilla, abrazarla y contarle que sin duda, era maravillosa y perfecta. 

“Nadie está enfadado conmigo, los que me rodean me aprecian y respetan tal y como soy. No tengo que trabajar más, no debo de esforzarme más que los demás para ser admirada y amada”


  
  


domingo, 9 de diciembre de 2018

Serendipia. La Cura para la dislexia. Capítulo III De sobra mostré que podía volar...


Y sin embargo, me cosieron las alas.

Ahí fuera, las sociedades humanas turbadas por su  locura, continuaba avanzando en busca de la quimera de la perfección e intentaban, intoxicadas por su propia paranoia, convertir a su prole en clones.  Mientras, el manantial de ideas que brotaba en mi imaginación, era tan caudaloso, que incluso cuando estaba escribiendo, añoraba escribir por esos momentos en los que no podría hacerlo. 


Y un día, dulcemente perdida en mi propia locura y a la vez deleitándome de aquél tan bello calor que ahora ardía en mi pecho, creí hermoso salir de mi escondrijo y  compartir mi alma, mi corazón. 

Con trece años,  la cabeza agachada, la mirada perdida en el suelo y aun creyendo que no tenía derecho a mostrar mis palabras  siempre   enredadas e imperfectas,  me presenté a un concurso de poesía en la escuela, tenía que hablar de la primavera.

El jurado estaba conformado por un grupo de profesores incluido, el de lengua.  Mi poesía, simétricamente perfecta, deliciosa en su contenido y en su rima, fue elegida como ganadora junto a la de mi mejor amiga.


No he logrado rescatar de mis recuerdos aquel hermoso cuarteto, pero lo que nunca olvidé fue, que aunque mis versos resultaron ser bellos para salir en la portada del periódico del colegio, el  profesor de lengua y literatura, nunca vislumbró aquella belleza en mí. 

Públicamente, vociferó que la había copiado de algún libro, que era imposible que de una alumna como yo hubiera salido algo así, que como me atrevía a asegurar que aquella bonita poesía era mía, pues incluso la había trascrito con faltas de ortografía.


Durante la infancia, nada es inocuo y aquella calumnia, que el profesor de lengua vertió hacia mi autenticidad e integridad, tampoco lo fue. De sobra mostré que podía volar y sin embargo aquel maestro, cegado por sus propias creencias y normas, lejos de alimentar mis posibilidades, me despojó públicamente, de la alegría de mostrar mi alma y me arrojó de nuevo al silencio.

En los siguientes 25 años, no fui capaz de compartir con nadie mi mayor pasión, aunque, por aquellos entonces, mi amor por la escritura era tan sincero y profundo, que las desafortunadas palabras del profesor, lejos de desalentar mi afán por escribir,  elevaron mi autoestima.


Que el profe de lengua dijera que la había copiado, significaba que aquella humilde poesía, sin duda, era extraordinaria.  Además, ahora, con cada palabra escrita ronroneaba en mí interior una nueva sensación, una paz que me concedió un atisbo de compasión por aquel maestro.


   - Pobre de él- Pensé.  Se olvidó sentir y dejarse acariciar, por las verdaderas historias que surgían de entre aquellas  palabras, que a borbotones, llegaban desde mi corazón a mi mano, eso sí quizá, un poco desordenadas e  imperfectas.