Y sin embargo, me cosieron las alas.
Ahí fuera, las sociedades humanas turbadas por
su locura, continuaba avanzando en busca
de la quimera de la perfección e intentaban, intoxicadas por su propia
paranoia, convertir a su prole en clones.
Mientras, el manantial de ideas que brotaba en mi imaginación, era tan
caudaloso, que incluso cuando estaba escribiendo, añoraba escribir por esos
momentos en los que no podría hacerlo.
Y un día, dulcemente perdida en mi propia locura y a la vez deleitándome de aquél tan bello calor que ahora ardía en mi pecho, creí hermoso salir de mi escondrijo y compartir mi alma, mi corazón.
Con trece años,
la cabeza agachada, la mirada perdida en el suelo y aun creyendo que no
tenía derecho a mostrar mis palabras
siempre enredadas e
imperfectas, me presenté a un concurso
de poesía en la escuela, tenía que hablar de la primavera.
El jurado estaba conformado por un grupo de
profesores incluido, el de lengua. Mi
poesía, simétricamente perfecta, deliciosa en su contenido y en su rima, fue
elegida como ganadora junto a la de mi mejor amiga.
No he logrado rescatar de mis recuerdos aquel hermoso
cuarteto, pero lo que nunca olvidé fue, que aunque mis versos resultaron ser bellos para
salir en la portada del periódico del colegio, el profesor de lengua y
literatura, nunca vislumbró aquella belleza en mí.
Públicamente, vociferó que la había copiado de algún
libro, que era imposible que de una alumna como yo hubiera salido algo así, que
como me atrevía a asegurar que aquella bonita poesía era mía, pues incluso la
había trascrito con faltas de ortografía.
Durante la infancia, nada es inocuo y aquella
calumnia, que el profesor de lengua vertió hacia mi autenticidad e integridad,
tampoco lo fue. De sobra mostré que podía volar y sin embargo aquel maestro,
cegado por sus propias creencias y normas, lejos de alimentar mis posibilidades,
me despojó públicamente, de la alegría de mostrar mi alma y me arrojó de nuevo
al silencio.
En los siguientes 25 años, no fui capaz de compartir
con nadie mi mayor pasión, aunque, por aquellos entonces, mi amor por la
escritura era tan sincero y profundo, que las desafortunadas palabras del
profesor, lejos de desalentar mi afán por escribir, elevaron mi autoestima.
Que el profe de lengua dijera que la había copiado,
significaba que aquella humilde poesía, sin duda, era extraordinaria. Además,
ahora, con cada palabra escrita ronroneaba en mí interior una nueva sensación,
una paz que me concedió un atisbo de compasión por aquel maestro.
- Pobre de él- Pensé. Se olvidó sentir y dejarse acariciar, por las
verdaderas historias que surgían de entre aquellas palabras, que a borbotones, llegaban desde mi
corazón a mi mano, eso sí quizá, un poco desordenadas e imperfectas.
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